Quien trata de responder sinceramente a las gracias de Dios, experimenta que en el seguimiento de Jesús encuentra la libertad.
Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones, esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado de esta esclavitud y transformado en una nueva criatura. La libertad radical del hombre se sitúa, pues, al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad.
Al escuchar su voz, uno ve, por fin, clara su senda: los mandamientos entonces no se sienten ya como una imposición que viene de fuera, sino como una exigencia que nace de dentro y a la cual, por tanto, la persona se somete de buen grado, libremente, porque sabe que, de este modo, puede realizarse en plenitud. Y se toma la decisión propia y personal, por la que buscamos el bien en el trabajo, en la diversión legítima, en la familia, en la amistad..., en todo lo noble; una decisión muchas veces renovada, por la que nos adherimos a Cristo y así realizamos la plenitud a la que hemos sido llamados.
Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O Hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Reafirmemos también hoy nuestro seguimiento a Cristo, con mucho amor, confiados en su ayuda llena de misericordia; y con plena libertad le diremos: mi libertad para Ti. Imitaremos así a la que supo decir: He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Fuente: Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal