La entrada al campo de concentración de Buchenwald, en Turingia, Alemania, parece un simple paseo por la arboleda. De repente, se divisa un monumento a los héroes que derrocaron al Tercer Reich.
Un portal abre el campo. No lejos, un crematorio se divisa en el horizonte. Tan solo entrar a este edificio sentimos en el ambiente una presencia temible. Una amiga, Kerstin Elsner, no aguantó ver los crematorios, aunque si supo las historias de sus abuelos sobre la tragedia del Holocausto.
Unas 50 mil personas murieron en Buchenwald. En comparación, solo en Auchswitz, Polonia, murieron 5 millones.
"La gente sabía de este campo", decía Hans Wegner, un guía en Buchenwald, durante una visita que hicimos al campo en junio de 1999. "Esa culpa todavía la sienten los alemanes que intentaron evitar la tragedia, pero no pudieron hacer nada", acotó.
Y es que la historia persigue a los alemanes. "Creemos que es injusta, más aún cuando en los oprobiosos años de la tiranía de Adolfo Hitler (de 1933 a 1945) la discrepancia al régimen era casi imposible. Un demente se había apoderado de la gloriosa Alemania, aquella misma que dio a luminarias del saber como Einstein, Goethe y Von Bethoveen", nos indicó Gisa Blanco, doctora en historia alemana del Instituto Goethe en Berlín.
Hoy en Alemania, sesenta años después del atentado contra Adolfo Hitler (que buscó frenar el Holocausto), muchos consideran al conde Klaus Von Stauffenberg como un héroe. Fue uno de los pocos de su generación que asumió su responsabilidad. El y sus acompañantes creían en una Alemania libre.
Tras finalizar el recorrido a Buchenwald, Kerstin me dijo: "Ves, si los buenos no hacen nada frente a mal, es igual a ser partícipe de crimen. Por lo menos, hubo algunos que intentaron salvar el error cometido".