Al comenzar la Cuaresma, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor -la oración, el ayuno y la limosna- para disponernos a celebrar mejor la Pascua. Este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. (cfr. Mt. 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34,8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.
Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor.
En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno. El verdadero ayuno, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). �l mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn. 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.
También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).