La sociedad panameña mira con estupor la atrocidad con que los criminales cometen sus fechorías. Es una situación que raya en lo absurdo e inhumano. Personas inocentes con un futuro promisorio por delante mueren diariamente a manos de desalmados por objetos tan triviales como una gorra o un teléfono celular.
Los delincuentes matan de vicio. Pareciera que el robo no es su fin inmediato, sino quitarle la vida al primer infortunado que se le cruce por delante. Las armas de fuego están al alcance de cualquiera y ya los panameños no estamos seguros ni siquiera en nuestras propias camas.
Se trata de una descomposición social que nace en la esencia misma de la sociedad: la familia. El combate de la delincuencia no es una tarea exclusiva del Gobierno, todos los panameños tenemos la obligación de contribuir con ella. Lo hacemos cumpliendo con nuestros deberes ciudadanos, atendiendo a nuestros hijos y respetando el derecho ajeno.
La muerte del joven estudiante del Instituto Don Bosco, Cristopher Amaya, para robarle un aparato Black Berry es un acto de barbarie que no tiene justificación alguna. Le arrancaron la vida a un muchacho bueno que hacía importantes aportes a la sociedad a pesar de sus 17 años de edad.
Días antes, mataron, con la misma saña y por el mismo motivo, a un padre de familia que trabajaba en el Cuerpo de Bomberos. La cadena humana que realizaron ayer los compañeros de aulas y profesores de Cristopher, es una demostración espontánea de que la sociedad panameña está harta de tan absurda violencia.