Hoy la Iglesia nos invita a celebrar la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos. La Palabra de Dios que se proclama hoy insiste en la significación de este hecho, como momento fundacional de la Iglesia que, al recibir el Paráclito, se convierte en misionera. Dios Padre y su Hijo Jesucristo nos envían al gran Consolador para que nos llene con su presencia y fortaleza: �l nos ayudará a entender todos los signos que son de difícil comprensión.
El Espíritu Santo es el amor que el Padre deposita en el Hijo y viceversa. Con �l se completa la comunidad perfecta: la Trinidad.
Jesús nos trae la paz y nos da su Espíritu
La versión de Pentecostés del Evangelio de Juan no sucede cuarenta días después de la Pascua, como en Lucas. A Juan le interesa insistir en que dicho evento tuvo lugar el mismo día de la resurrección del Señor.
Los discípulos estaban escondidos porque tenían miedo, se sentían intranquilos y no entendían las enseñanzas del Señor. Jesucristo les trae la paz que ellos no habían podido abrazar a causa de las angustias y frustraciones que sentían con la muerte del Maestro.
Se alegran al verlo, a sus corazones vuelve el gozo que produce contemplar la gloria de Dios.
A los cristianos de este inicio del tercer milenio nos compete la tarea de seguir cumpliendo el encargo misionero confiado por Jesús a los Apóstoles; debemos continuar anunciando el Evangelio y siendo signos de unidad y reconciliación.
Esta obra la llevaremos a buen término si permitimos que el Espíritu venga a morar en cada uno de nosotros y nos llene de sus dones.
Cada uno de nosotros tenemos una misión específica que podemos llevar a cabo con el auxilio del Espíritu Santo. Que la valentía y sabiduría con la cual el Espíritu fortaleció a los Apóstoles, invada nuestra vida para que nos desfallezcamos ante las adversidades que nos presenta la vida y el mundo.