Largo rato atisbó la llegada de la joven. Sabía que todas las noches, a las diez en punto, regresaba del trabajo. Era una joven bella, atractiva, verdadera flor de Málaga, España. Tal como él lo esperaba, la joven llegó. Tan pronto como ella abrió la puerta y entró, él se abalanzó sobre ella.
Sin embargo, las cosas no salieron bien. José Olmedo, el asaltante, se vio en una ratonera. La señorita alcanzó la puerta de su apartamento y escapó. Olmedo se encontró de pronto en una situación difícil. Ninguna puerta se abría a menos que pulsara el código. Dentro del vestíbulo del gran edificio de apartamentos, el joven, de veintidós años, fue arrestado por la Policía.
Le llamamos «ratonera» a una situación que no tiene solución. También se le llama «callejón sin salida» y «punto sin retorno». Se trata de una de esas condiciones imposibles de la vida. La gran mayoría de ellas, como en el caso de Olmedo, las producimos nosotros mismos con nuestros errores y nuestros excesos. Pero a veces, por esas situaciones ingobernables de la existencia, se producen solas.
¿Realmente hay ratoneras? ¿Hay situaciones insolubles? No, no las hay. Cuando todo recurso se ha agotado, siempre queda Dios. Y no es que Dios haga caso omiso del pecado. Él cambia el corazón humano. Su invitación es franca, firme y segura.
Nuestro mayor problema no es un callejón sin salida. Es el no acudir a Dios cuando todas las puertas se han cerrado. O tratamos, debido a nuestro orgullo, de resolver nuestro propio dilema, hundiéndonos más en el problema, o cedemos a la depresión que, para colmo de males, nos lleva a considerar el suicidio. Solos no podemos salir de la ratonera.
Sin embargo, Jesucristo espera nuestro clamor. Él está siempre listo para socorrernos y quitar las angustias que nos consumen. La vida siempre nos va a presentar situaciones imprevistas, problemas, al parecer, insolubles. Vivimos en un mundo lleno de corrupción. Pero Cristo quiere ser nuestro Salvador.
Pongamos nuestro problema en las manos de Dios. Entreguémosle a Él esa dificultad que nos está consumiendo. A Dios nada puede sorprenderlo ni amedrentarlo. Él es Dios, y puede socorrernos. Basta con que le digamos: «Entra, Señor, a mi corazón.»