La ola de crímenes que en el 2009 sacudió a Panamá sigue el mismo ritmo en el nuevo año. Ya se reportan asesinatos atroces y con tanta saña que espantan a la sociedad panameña.
A un jovencito de 15 años se le mete un disparo en la nuca y luego se le ata de pies y manos y se le cuelga de un árbol. Sin duda que se pretende enviar un mensaje de terror a la sociedad con ese tipo de homicidios.
Ese es apenas un ejemplo. Ya en apenas unos cuantos días del 2010 se han dado otros casos, de sujetos que son atados en sus extremidades, se le dispara, coloca una bolsa negra en la cabeza y se lanza el cadáver a una cuneta.
Sin duda que el narcotráfico tiene que ver con muchos de estos homicidios, pero lo grave de todo es que las autoridades de investigación casi nunca resuelven ese tipo de casos y en los archivos de las Fiscalías Superiores o los Tribunales Superiores de Justicia, hay una serie de casos inconclusos, donde hay muertos, pero no existe nadie acusado y menos condenado.
En eso se resume el descontrol de la criminalidad en el país. La certeza del castigo no existe; al menos para todo el que tenga suficientes recursos económicos, poder y conexiones de alto nivel.
Recientemente el magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Harry Mitchell, señaló que era necesaria una reforma integral del Sistema de Justicia. Pero por más perfecto que se redacte una ley, esta nada sirve si el actuar de los encargados de hacer valer no está en sintonía con el espíritu de esas normas.
Si la justicia no se cumple hoy en día, no es por leyes imperfectas, sino por falta de voluntad de parte de los funcionarios que deben procurar que esas leyes no sean letra muerta.