Tengo que hablar sin rebozo, con entera franqueza; la ancianidad es un mal que jamás pensamos cuando jóvenes que el transcurrir del tiempo pasa su factura sobre el organismo privado de energías, en el entorno de un alud de pensares y tristezas. El abandono y la indiferencia que la sociedad nos otorga eclipsa los triunfos que hemos contraído a través de la vida, ya quedados atrás como patrimonio del pasado en estas latitudes en que el abatimiento es una forma de exigencia indiscutible. La sucesión ordenada del tiempo es inequívoca y exigente, pero el joven de hoy asume una actitud de discriminación abominable, aborreciendo la máxima que dice el bisoño actual es el viejo del mañana, en la que el ambiente no dejará de ser anacrónico y aburrido.
Transitando este largo y sinuoso camino, me he familiarizado con lo distinto, pues el vivir es consumido en un profundo letargo que conmueve y paraliza los sentidos, es el paso del silencio cómplice que ahora concurre indagando nuestros sentimientos en momentos de entera cobardía, otrora excepcionales y predilectos. Lecciones que nos han enseñado las décadas a comprender, bajar la cerviz y aceptar las amarguras y desaires que en la novedad creímos imposibles. Muchas veces no pasa de ser la gazmoñería apasionada y ridícula que el populacho profesa al provecto convirtiéndolo en muñeco de trapo envanecido entre las manos deslucidas. Es sorprendente ser feliz y estar curado de todas las inquinas de la vida, cuando todo es difícil de resolver. Cambios veloces y desordenados asaltan al vétero en el que se encuentra fácilmente la baladronada ineptitud, viejos que se creen jóvenes y actúan como tales.
Esto nos parece ridículo, pero no deja de ser realista. Es el engaño senil que golpea la mente débil sin descanso ni defensas. Hora de las supuestas conversiones gobernadas por la inseguridad, hora de las rectificaciones que no tuvieron lugar en la juventud y que nos llegan convertidas en incurables resentimientos; entran irrumpiendo las enfermedades atrapando los achaques, donde las cuerdas vocales pierden el timbre de la sonoridad.