El tiempo es el amanuense del envejecimiento, ese lo marchita todo, es tanto que la naturaleza misma reclama de él, permitiendo las catástrofes para alcanzar el pleno desarrollo y perfeccionamiento, en el que nosotros también tenemos que someternos a las reglas parecidas en busca de mejoramiento y acicalamiento hasta obtener las cualidades deseables.
Este fenómeno primario de causas insabibles interviene mayormente en la decrepitud, cuyas consecuencias les trunca la tranquilidad a más de cuatro. Preciso mencionar aquellas manifestaciones físicas que permiten la calificación incorporándose los extraños comportamientos que comprometen los zigzagueantes titubeos: El asomo del paso lento, la mirada penumbrosa e indecisa, las neblinas que afanosamente cubren la testa, la caída pertinaz del cabello, el olvido demoledor dominante, y despreciable, todas ellas concurren a dar los toques, vítores e �ijujú! Al verdugo pedante y humillante que ha venido a hacer acto de presencia a la hora en que se han perdido todas las integridades. Castigo severo natural, donde tenemos que concurrir al muro de los lamentos recociendo nuestras faltas imperdonables, pues las arrugas son ríos interminables por donde recorren copiosamente los desacuerdos de la desesperación. La madurez es el paso expedito ofrendado entre una generación que se va y otra que viene. Es la transición ofrecida por la existencia donde uno madura y el otro florece. Secuela heredada del pecado original que es llorado por muchos con el temor de un niño.
De ninguna manera nos podemos dar el lujo de luchar contra lo inagotable, fustigadas las fuerzas cada segundo que transcurre caen tendidas, por el torbellino de novedades, sacudidas estrepitosas con arrogancias. Ojos llorosos sin llantos, dientes caídos sin caries, típica desazón que embarga la ancianidad desamparada �Entregadas las armas al tiempo, no nos queda más por qué luchar!
