El deterioro físico relacionado con el cigarrillo, el acohol, una vida sedentaria, una alimentación desordenada y malsana, o exceso de extrés, no se nota inmediatamente. Es una cuestión de años.
Pero invariablemente, ocurre un evento que nos hace reflexionar sobre la falta de respeto con que hemos tratado nuestro cuerpo.
De repente, un día como cualquier otro, ya no podemos subir a paso rápido aquella escalera que con tanta facilidad escalábamos durante nuestra juventud. Terminamos jadeando como si fuésemos obesos de 350 libras, aunque sólo pesemos 180.
Puede ser que un día sintamos un intenso dolor abdominal, de una procedencia aparentemente inexplicable, y que al acudir al médico nos salga con que tenemos cáncer.
Puede ser que un día, mientras conducimos o caminamos, sintamos dificultad para controlar nuestra lengua y para mover el lado izquierdo del cuerpo, síntomas de un derrame cerebral.
Puede ser que de tanto hacer ejercicio terminemos lesionándonos de forma permanente, ante la obsesión de lograr la salud.
La vida es un balance en todo. Demasiado trabajo al final resulta ser tan contraproducente para nuestra salud como demasiada vagancia. Privarnos absolutamente de todas las golosinas y comidas chatarra del mundo puede resultar tan estresante que en algunos incluso pueden detonarse reacciones de ansiedad extrema en las que terminan atragantándose de todo lo que encuentran, y terminan más gordos que al comenzar la dieta.
Lo más sano es el equilibrio. Uno puede tomarse sus traguitos, pero sin llegar al extremo de emborracharse todos los días. Al helado, las hamburguesas y las golosinas les podemos dedicar un día a la semana, y un día a la semana también podemos descansar de esos ejercicios que hacemos para mantener la condición física.