Hoy, la Iglesia festeja con alegría la Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. La palabra de Dios enfoca nuestra atención en aquella humilde familia, de la que Jesús tuvo necesidad para ver la luz del sol y para crecer como hombre. Hoy sucede lo mismo: cada uno de nosotros nace y se educa en una familia, y en una familia también crecemos y adquirimos personalidad y capacidad para ser miembros útiles de la comunidad.
Dios se ha encarnado en el seno de una familia
El Evangelio de este domingo coloca en escena a los personajes que forman la familia de Nazaret. Nos puede sorprender lo que podríamos juzgar como un acto de desconsideración de Jesús frente a sus padres cuando en el contexto de la peregrinación anual al Templo, para la celebración de la pascua judía, decide quedarse en Jerusalén sin avisar a sus padres. Es comprensible que la angustia se apoderase de José y de María. Ella, entonces, expresa una justa y comprensible queja: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?». La respuesta de Jesús, en ese momento, les resulta difícil de comprender.
Queridos hermanos: Dios es siempre Misterio insondable. Él se ha hecho hombre y ha venido a nosotros, no entre esplendores de gloria o como rey opresor, sino como Niño, necesitado de todo, nacido de una mujer, miembro de una familia, la familia de Nazaret. Si queremos que nuestros hogares sean fecundos de felicidad, tenemos que hacer que Cristo esté presente en medio de la familia. Cada familia debe ocupar hoy el lugar de la familia de Nazaret, ser el espacio en el que Dios habite, el espacio de la encarnación de Dios y de manifestación al mundo.
Tomado de la Revista Vida Pastoral de la Sociedad de San Pablo Año 37 - No 136.