En el Evangelio de la Misa, San Mateo consigna que Jesús, a pesar de los gritos de la mujer, no respondió palabra. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel. Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida. Se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!, ¡qué interés tan grande en su petición!. Con una constancia a toda prueba, no se echó atrás. La mujer que nos presenta el Evangelio es el modelo que deben meditar quienes se cansan pronto de pedir.
Hemos de pedir con fe. La misma fe «hace brotar la oración y la oración, en cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe»; ambas están íntimamente unidas.
Esta mujer nos enseña con su ejemplo una cualidad más de la buena oración: la humildad.
El Señor desea que le pidamos muchas cosas. En primer lugar, lo que se refiere al alma, pues «grandes son las enfermedades que la aquejan, y éstas son las que principalmente quiere curar el Señor. Y, si cura las del cuerpo, es porque quiere desterrar las del alma». Podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para recibir con más fruto la Sagrada Comunión, una caridad más fina, docilidad en la dirección espiritual, más afán apostólico...
A Jesús le es especialmente grato que pidamos por otros. «La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a pedir por los demás». Y para que Dios nos oiga con más prontitud, acompañemos con obras nuestra petición: ofreciendo horas de trabajo o de estudio por esa intención, aceptando por Dios el dolor y las contrariedades, ejerciendo la caridad y la misericordia en toda oportunidad.