Los dos personajes se sentaron a la mesa de póker. Se miraron a los ojos. Uno de ellos estaba serio, muy serio. El otro lucía una leve y mordaz sonrisa diabólica.
-�Qué apostamos? -dijo el primero.
-El alma de ese que se está muriendo -respondió el otro.
Y repartieron las cartas...
Uno de los jugadores, el sacerdote Michel Scotto, de Le Mans, Francia, miró sus cartas: tres reyes. Pensó que era una buena mano y que podía ganar, así que puso sus cartas sobre la mesa. El otro, sin dejar de sonreír mefistofélicamente, mostró las suyas: tres ases y dos reinas. Full. Había ganado la partida.
-Me llevo esa alma, que es mía -dijo riendo el diablo.
El padre Scotto, derrotado, vencido y amargado, apenas pudo hacer la señal de la cruz.
Esta alegoría la relata el sacerdote francés Michel Scotto. Pero para él no es alegoría. Para él es realidad. �l dice que se jugó al póker la salvación de un pecador moribundo. El diablo, mucho mejor jugador que él, y además mentiroso y tramposo, le ganó la partida.
Esta historia, verídica o imaginaria, contiene varias verdades que merecen nuestra reflexión.
En primer lugar, Satanás ciertamente ronda en busca de las almas de este mundo. El apóstol Pedro dice: "Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar" (1 Pedro 5: 8). Eso debemos darlo por sentado.
Otra gran verdad que esta historia revela es que Dios también anda en busca de las almas de este mundo. Jesucristo, refiriéndose a sí mismo, dijo: �Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido� (Lucas 19: 10).
Lo que la historia no revela es que el destino del alma humana no está a merced de ninguna lotería ilusoria. Jesús dijo: �Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en �l no se pierda, sino que tenga vida eterna� (Juan 3: 16). Cada uno de nosotros decide por cuenta propia si su alma será del diablo o de Dios, si pasará la eternidad en el cielo o en el infierno. El voto determinante es el nuestro. Más vale que nos decidamos por Dios.