Aún no ha terminado el primer mes del año 2009, y ya más de 60 personas han sido asesinadas. De ese total de homicidios, siete entran dentro del rango de ejecuciones, presumiblemente perpetradas por sicarios del narcotráfico.
Se trata de cifras de espanto, sobre todo tomando en cuenta las proyecciones. Al ritmo que vamos, terminaremos el año con 900 personas muertas en hechos violentos, de las cuales 105 habrán sido ejecutados.
�Cómo llegamos a esto? Las razones son muchas y complejas, y aunque no podemos olvidar algunas como nuestra deficiente educación, la falta de oportunidades para la juventud, la enorme desigualdad, y el aumento del costo de la vida, hay otras que destacan.
Como un maléfico subproducto del crecimiento económico de los últimos años, las autoridades de migración han permitido la entrada al país de personas de dudosa reputación y de aun más dudosas intenciones, quienes bajo la fachada de honestos inversionistas, nos han dejado como su única importación las drogas, dinero sucio y un reguero de cadáveres.
Estos elementos y sus organizaciones han acelerado un proceso ya en curso de corrupción de nuestra sociedad, involucrando a humildes personas en el trasiego de sustancias ilícitas, transacciones para blanquear capitales y desbordando el fenómeno de los llamados "tumbadores de droga".
Ahora estamos pagando con nuestra propia sangre el precio de no haber controlado la entrada y penetración de elementos delictivos en el país. Los carteles de la droga de México y Colombia se encuentran plenamente operativos, y erradicarlos o minar su fuerza será un trabajo que -si por fin se hace en serio- costará millones de dólares en fondos públicos, y mucha, mucha más sangre, porque con estos delincuentes no se puede andar con paños tibios.