Si hay un momento en Panamá en el que la ludopatía está más desatada que nunca, es este. Los casinos y centros de apuestas pueden verse en todos lados.
Todos ellos mueven millones de dólares, y buena parte de ese dinero viene de personas que no ganan lo suficiente como para mantener el estilo de vida de un apostador.
Hombres y mujeres de todas las edades dejan en los juegos de azar sus quincenas, sus ahorros y lo que tienen en las tarjetas de crédito. Y sencillamente, no se pueden detener.
Se culpa a las autoridades y a los dueños de casinos por la ludopatía. Es cierto, tienen un alto grado de responsabilidad. Pero más del 50% de la culpa la tenemos nosotros.
Cualquier persona medianamente responsable sabe hasta dónde llegar en los casinos, o la lotería, o apostando a los caballos. Es matemática simple: si tengo 10, y me gasto 9 en el juego, algo anda mal con nosotros.
Recordemos que hay otras cosas más en nuestras vidas además de salir a apostar. Está pagar la casa, la luz, el teléfono, la comida, el transporte, y sobre todo, la manutención de los hijos, si es que tenemos la dicha de haber procreado.
En sus estados finales, el ludópata queda prácticamente como cualquier adicto a la piedra: tirado en una esquina, andrajoso y con una apariencia de lástima.
El punto es que -a diferencia de contraer una enfermedad contagiosa- en la ludopatía nosotros tenemos una opción. Podemos salirnos de una conducta compulsiva porque nacimos con la capacidad del raciocinio, y la mayoría de los que se meten en casinos son personas con un nivel adquisitivo medio, o sea que tuvieron una educación.
Los casinos siempre van a estar ahí, y no se van a mover. Somos nosotros los que no tenemos que estar ahí todos los días necesariamente.