Desde 1945, el mundo ha vivido bajo la amenaza de la proliferación de armas de destrucción masiva y la sombra del holocausto nuclear.
La caída de bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki demostraron el horror que son capaces de producir estos letales artefactos en civiles inocentes.
Hoy en el mundo existen más de 40, 000 bombas radioactivas, esperando un día ser utilizadas en el campo de batalla de una hipotética guerra futurista. Nueve países del orbe tienen capacidad para desarrollar una ojiva atómica bélica.
Corea del Norte acaba de ingresar a ese exclusivo "club" de potencias nucleares, con el estallido de su pequeña detonación hace pocos días en la remota zona de Gilju, cerca de la frontera chino-rusa.
Aunque su poder e intensidad ha sido discutido y se duda de que haya sido una bomba nuclear la que estalló Pyongyang, la realidad es que el dispositivo norcoreano fue de potencia considerable para provocar un terremoto de 4.2 grados.
El mal ejemplo de Corea del Norte puede ser emulado por otras naciones con iguales ambiciones atómicas, para garantizar una ventaja estratética frente a sus vecinos y el omnipotente poderío norteamericano.
Irán, que está hoy bajo similar presión internacional de Corea del Norte para que deponga su programa nuclear belicista, puede aprovechar la coyuntura desatada por la bomba atómica norcoreana para asumir una postura más radical y así adquirir la capacidad de las armas radioactivas.
Esperemos que el mundo no se aboque, tras la crisis norcoreana, hacia una carrera armamentista, en donde los únicos perdedores serán nuestros descendientes, quienes deberán vivir con el miedo latente de la autodestrucción o que un mal día sean testigos de la aparición de una nube con forma de hongo nuclear que aniquile la existencia de la humanidad que Dios creó.