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Bajo vigilancia constante

Hermano Pablo | Reverendo

La muchacha, bonita y agraciada, primero trató de correr a lo largo de la cuadra. Luego saltó una verja y atravesó un parque. Después subió a un taxi, y dio la vuelta a la manzana. Posteriormente trató de permanecer bajo la lluvia, a pesar de esa molestia. Pero en ningún momento logró desembarazarse de la otra mujer, una policía.

Esto de poner una escolta constante a una mujer que se dedica al amor ilícito fue, al parecer, una idea genial. De todas las prostitutas que había en determinado sector de la ciudad, sólo quedaron cinco. Las demás se vieron obligadas a dejar su oficio o a irse a otra parte. ¡Les era imposible realizar su negocio cuando a medio metro tenían a una mujer policía!

¿Qué tal si se pudiera poner una escolta policial a cada delincuente de los que pululan en las ciudades? ¿Qué tal si cada ladrón, cada asaltante, cada violador, tuviera siempre, las veinticuatro horas del día, un vigilante que no le perdiera pisada?

Sin duda que el crimen descendería mucho en todas partes. ¿Qué tal si cada marido, de esos a quienes les gusta engañar a su esposa, o cada esposa, de aquellas a quienes les gusta hacer lo mismo, tuvieran día y noche un guardia que los tirara de la manga no bien planearan hacer algo feo? ¿Se reduciría con eso el número de infidelidades, y por ende, de hogares destrozados?

Pero es imposible ponerle a cada hombre, a cada mujer, un vigilante sempiterno. ¡Necesitaríamos que la mitad de la población humana vigilara a la otra mitad!

Por eso Dios ha puesto en el ser humano un vigilante interno. Es la conciencia. La conciencia vigila, acusa, advierte, aconseja, habla, grita, clama. Si nos acostumbramos a escuchar la voz de nuestra conciencia, y nuestra conciencia está iluminada por la Palabra de Dios, difícilmente caeremos en el delito.



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