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  OPINIÓN


18 kms. con el pecado enfrente

Por: Hermano Pablo | Reverendo

El joven de veinticinco años de edad entró en la cantina. Mejor no hubiera entrado. En la cantina bebió varios tragos de cerveza. Mejor no los hubiera bebido. Salió de la cantina y subió a su auto. Mejor no hubiera subido. Con alcohol en el cuerpo y niebla en el cerebro, James Vandermeer condujo a toda velocidad por la carretera de Greece, Nueva York.

En el camino atropelló a John Nettles, un joven de diecinueve años. El cadáver quedó sobre la capota del auto de Vandermeer, quien siguió manejando dieciocho kilómetros con el cuerpo encima, hasta que decidió avisar a la policía.

Atropellar con el auto a un ser humano y causarle la muerte es algo terrible; pero es peor aún llevar el cadáver a la vista. Es como contemplar el pecado mismo y tener tiempo de captar la magnitud del hecho.

Los antiguos romanos empleaban un procedimiento justiciero para aumentarles el castigo a los criminales. Crucificaban al asesino, y le ataban, pegado al cuerpo, el cadáver de su víctima. Al pasar las horas y los días, el cadáver se descomponía y el asesino enloquecía de horror.

¡Cuántos hombres hay que debieran contemplar el resultado de su pecado! Los que abandonan a su familia debieran regresar el día en que los hijos no tienen pan y la esposa llora amargamente en un rincón. Así tendrían que observar a esos hijos convertidos en mendigos por las calles debido a que su padre se gasta todo el dinero en fiestas, mujeres y borracheras, y no provee el sustento para la familia. Tal vez eso los haría reflexionar y decir: "Esto es consecuencia de mi pecado. Tengo que repararlo."

Toda acción humana, sea buena o sea mala, tiene consecuencias. El mal que hacemos repercute en muchas personas, a veces en forma dramática. El bien que hacemos también tiene sus resultados.

Seguramente una buena parte del castigo eterno de los malos consistirá en contemplar, como en vívida película, todo el mal que han hecho, es decir, ver y oír, sin descanso, todos los crímenes cometidos.

Por eso es necesario cambiar de vida, regenerarnos, transformarnos. Y sólo Cristo cambia el corazón. Él es el único Salvador viviente.



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