El jefe de la Policía de Caminos de México, José Luis Solís Cortez, muy serio e imponente por la gravedad de su aspecto, firmó la orden: «Que a esos individuos que le dispararon al autobús los capturen vivos o muertos.»
Los hombres a los que se refería el policía habían baleado un autobús en el estado de Michoacán en el kilómetro 264 de la carretera Carapán-Plaza Azul.
El chofer, herido, perdió el control del vehículo que se precipitó a un barranco de cien metros de profundidad. Resultaron doce heridos y veinte muertos.
De ahí que a los responsables de esa acción bárbara se les firmara su sentencia, pues desde el momento en que la policía dio la orden de apresarlos «vivos o muertos», puede decirse que las negras alas del cuervo de la muerte se extendieron sobre ellos.
Muchos condenan la pena de muerte y dicen que ningún país debiera tenerla en sus leyes. Pero la pena capital la estableció Dios mismo cuando Noé y su familia salieron del arca después del diluvio.
Ese momento solemne en el que sólo ocho personas quedaron con vida marcó la aplicación de la pena de muerte más grande de todos los siglos.
Dios le dijo a Noé: «Si alguien derrama la sangre de un ser humano, otro ser humano derramará la suya, porque el ser humano ha sido creado a imagen de Dios mismo» (Génesis 9:6).
Matar a una persona es destruir una imagen. ¿Qué le haríamos al que destruyera el cuadro de la Última Cena de Leonardo da Vinci? ¿Qué pena le aplicaríamos al que hiciera añicos el David, o la Pietá, esas magníficas esculturas de Miguel Ángel? ¿Qué pena pediríamos para el que destruyera, por puro vandalismo, un monumento histórico querido por toda la nación? Una pena muy severa, sin lugar a dudas. Debe haber un castigo severo para el que mata a una persona con odio premeditado, porque el que acaba con la vida de un ser destruye una imagen sagrada.
Comprendamos la importancia de nuestra relación con Dios, y así la vida de cada persona, la vida del prójimo, y nuestra propia vida adquirirán ese valor inmenso que sólo Dios le ha dado.