La escalera era alta, de veinticinco metros exactos. Los jóvenes que intentaban subir por ella eran valientes y esforzados. Los peldaños de esa escalera eran algo fuera de lo común. Eran espadas afiladas, cuyo filo los jóvenes pisaban descalzos.
Esto sucedía en el festival tradicional de la provincia de Yunnan, en el sudoeste de China. Cada año los jóvenes aspirantes al ejército debían demostrar su valor subiendo por la escalera de espadas. Muchos quedaban lisiados para toda la vida. Otros caían y sufrían serias heridas. Todos quedaban lastimados de una u otra manera. La llamaban "la escalera de la fe".
He aquí una verdadera prueba de fe, de confianza, que se les exigía a los jóvenes del pueblo de Guyong, tribu de Lisu. Tenían que demostrar su valor y su fe. Más que prueba de fuego, era prueba de acero, de acero frío y cortante como una navaja.
Dios jamás demanda tales pruebas. Él nos pide fe, pero fe en su Palabra, en las cosas que Él puede hacer por nosotros. No nos pide fe en nosotros mismos. La fe que agrada a Dios no es fe insensata que lleva a la mutilación y a la muerte, sino fe que produce amor y vida abundante.
La verdadera escalera de la fe no es de espadas. El apóstol Pedro nos describe una especie de escalera de fe, que bien haríamos si subiéramos por ella. Dice así: "... esfuércense por añadir a su fe, virtud; a su virtud, entendimiento; al entendimiento, dominio propio; al dominio propio, constancia; a la constancia, devoción a Dios; a la devoción a Dios, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor" (2 Pedro 1:5-7). Ésta sí que es una "escalera de fe".
He aquí los escalones de la fe verdadera que San Pedro prescribe: virtud, entendimiento, dominio propio, constancia, devoción a Dios, afecto fraternal y amor. Siete peldaños, número perfecto de peldaños que también harán perfecto al que sube por ellos. Subir por esa escalera con Cristo nos lleva a la verdadera cima de la vida victoriosa.