Tenía un apetito voraz, tan voraz como el del tiburón. Para satisfacer su ansia de comida y de suculentos manjares en buenos restaurantes, cometió más de ciento cuarenta robos. Por fin, Francisco Pizzo cayó preso de la policía de Miami, Florida.
Como la comida de la cárcel no lo satisfacía, el joven de veinticinco años de edad empezó a comer de todo: lana de colchón, trozos de cable, cubiertos de plástico, botones, monedas. Su voraz apetito le costó al estado ciento veinticinco mil dólares, y a él, veintidos años de cárcel.
El hambre, el apetito y la gula son tres sensaciones relacionadas entre sí pero muy diferentes. El hambre es la demanda imperiosa del organismo por alimentos. En el mundo hay mucha hambre. El apetito es el gusto que se siente por la comida; es signo de buena salud. Tener apetito es bueno; padecer hambre es malo. Los restaurantes están llenos de gente que va a satisfacer su apetito; los países pobres, de gente que se arrastra de hambre.
¿Y qué de la gula? La gula es el apetito desaforado. La concupiscencia del estómago, la pasión morbosa por saborear, masticar y tragar. El hambre es una desgracia; el apetito, un placer; la gula, un pecado. Según lo anterior, podríamos dividir a la sociedad humana en tres clases.
Sin entrar en disquisiciones filosófico-políticas, no mentiríamos al decir que el tercer mundo sufre hambre; el segundo, por así decirlo, satisface su apetito; y el mundo más rico siente gula por todo: por comida, por lujo, por dinero, por sexo, por poder.
Sobriedad en todo es el mejor consejo: moderación en los placeres, en las posesiones, en todas las pasiones. Pero para ser sobrio se necesita una guía moral, un freno. Esa guía por excelencia es Jesucristo. Él puede darnos perfecto ajuste y equilibrar los instintos. Hagamos de Cristo nuestro Dueño, nuestro Maestro y nuestro Señor.