En los últimos días, luego de las elecciones, hemos escuchado y visto tantas expresiones y conductas que me hacen sentir que el ser humano, por las diversas situaciones que lo envuelven, llega a carecer de la virtud más noble del espíritu: la humildad.
Ser humilde no significa ser débil, y ser soberbio no significa ser fuerte, aunque algunos lo interpreten de otra manera. Quien posea la humildad en alto grado, generalmente es poseedor de casi todas las virtudes, pues nunca se encuentra sola, ya que es aliada inseparable de la modestia y forma una trilogía con la bondad.
La humildad nos hace tolerantes, pacientes y condescendientes con nuestros semejantes. Es la mansedumbre, la prudencia, la fe, la esperanza y la paciencia, que nos hace dejarle la gracia a nuestro Creador y esperar que Él nos muestre su justicia, porque aunque en ocasión tarda, siempre nos la hace saber.
Una persona puede tener las más bellas cualidades, pero si carece de humildad, es lo mismo que decir que un cuerpo está sin alma. Virtud sin humildad, no es virtud.
Tener humildad es signo de evolución espiritual. Cuando se es humilde se liman muchas de las impurezas e imperfecciones que como seres humanos tenemos. Si en algún momento un acontecimiento llega a violentar nuestro espíritu, el humilde está fortalecido para recibir las pruebas que la vida nos somete, porque las enfrenta con fe y resignación, lo que le vale para que su alma encuentre el alivio necesario para seguir adelante, con determinación y alimentado con humildad, y así lograr una vida feliz, sin rencores ni resentimientos.
Si en algún momento nos sentimos heridos por la conducta del prójimo, recurramos a la humildad que nos va a llevar a perdonar; a vivir en armonía con uno mismo, a valorarnos y a valorar a los demás. A través de este mensaje, quiero llevar al lector a desarrollar la capacidad de admitir equivocaciones, a conocerse a sí mismo y a crecer como persona y reconocer que cada día, nuestro Creador nos ofrece un regalo de vida.