Rodeada del misterio de las sociedades secretas, combatida durante siglos por la Iglesia Católica y la monarquía que la acusaban de satanismo, la masonería salió poco a poco a la luz para reivindicarse como una fraternidad filosófica, filantrópica y progresista.
El origen de la masonería se remonta al siglo XIII, cuando los constructores de catedrales y castillos, los edificios más cotizados de la época, se reunieron en gremios para proteger su actividad y enseñar el oficio a sus miembros.
Hacia el siglo XVIII la masonería se había transformado por completo; en vez de proteger los secretos del oficio de la construcción, ahora buscaba promover valores liberales, basados en la moral universal, dictada por la razón y definida por la ciencia. Mantuvieron el espíritu de fraternidad entre sus miembros, el esoterismo de sus ritos, y el manto de hermetismo sobre sus periódicos encuentros.
La masonería en su dimensión libertaria, tolerante y progresista, con énfasis en el respeto a las convicciones religiosas y políticas de los otros, la autonomía de la persona, el amor a la familia, la fidelidad a la patria y la obediencia a la ley, nació en 1717 cuando cuatro logias de Londres acordaron formar la primera institución formal que regiría la fraternidad en lo sucesivo: la Gran Logia Unida de Inglaterra.
Pero a pesar de cierta semejanza con una confesión religiosa, la Iglesia Católica no veía con buenos ojos el ascenso de este movimiento esotérico basado en la ciencia y los principios liberales.
A la masonería se le atribuye una marcada influencia en las revoluciones burguesas del siglo XVIII y XIX, desde la Revolución Francesa hasta los movimientos independentistas que impulsaron Simón Bolívar, José de San Martín y Bernardo O'Higgins.