"Mami, me duele el estómago", se quejó la pequeña Sara Floy de siete años de edad. La mamá no le hizo caso. Los niños siempre se quejan de algo. "Mami, me duele el estómago", volvió a decir la pequeña días después. La madre, esta vez, le dio un té de manzanilla.
"Mami, me duele el estómago", se quejó Sara por tercera vez. Esta vez la madre la llevó al médico. En efecto, la niña estaba enferma. Tenía en el estómago una bola de pelos del tamaño de una manzana.
"Esta niña se ha estado comiendo el cabello desde los dos años de edad -dijo el médico-, y pelo a pelo, a lo largo de cinco años, se le ha formado esa bola."
Casos como este no son raros. Algunos niños tienen la costumbre de echarse a la boca, uno por uno, sus cabellos. Otros, la punta de las uñas. Y poco a poco van ingiriendo cosas que el estómago no puede digerir, hasta que al fin se forma una pelota que con el tiempo provoca graves problemas.
Así mismo hay personas que no se comen el cabello, pero sí se comen sus frustraciones. Poco a poco, desde que empiezan la vida consciente, quizás aun a los seis o siete años de edad, empiezan a tragarse sus problemas, y se les va formando una bola de frustraciones en el alma.
Otros hay que se alimentan de odios. Poco a poco, y día tras día, cobran odio contra alguna persona, cosas del imperfecto corazón humano, y esos odios se van acumulando y endureciendo hasta que forman una bola de resentimiento que un día provoca una explosión.
Otros acumulan recuerdos amargos. Nunca recuerdan lo bueno de la vida sino sólo lo malo. Y los malos recuerdos del pasado no hacen nunca un presente feliz.
Quien sólo rumia sus tristezas y fracasos ningún alimento sano saca para su alma.
Otros, y esto es lo peor, van tragando pecados. Su conciencia los acusa una y otra vez, pero a la larga la conciencia también se cansa y deja de hablar. La bola sigue creciendo hasta que destruye mente, alma y corazón.
Cualquiera que sea la bola de pelos que haya en nuestra alma, en nuestra memoria, en nuestra conciencia, Cristo puede disolverla.