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Sin embargo, la envidia me carcome

Redacción | Crítica en Línea

Si tuerces la boca cuando ves a tu vecino luciendo su auto nuevo; si te alejas a una esquina cuando tus compañeros festejan el ascenso de uno de ellos; o te apresuras a minimizar los logros de quienes te rodean, debes reconocer que tienes un problema. Eres un envidioso.

Feo, muy feo. Detrás de la envidia compulsiva hacia los demás, se esconde una personita que no ha aprovechado ni su tiempo, ni sus talentos. Tal vez por miedo al fracaso, por pereza o falta de visión, el éxito de quienes lo rodean se convierte en un recordatorio punzante de lo que él/ella pudo ser y no fue.

Todos hemos sentido envidia alguna vez, pero cuando esta se convierte en una obsesión, cuando nos asomamos constantemente a través de las ventanas para saber quién tiene qué y cuánto les costó, entonces nos estamos pasando de la raya.

Así como el alcoholismo, que nubla nuestras mentes haciéndonos pensar que estamos bien, una de las peculiaridades de la actuación envidiosa es que necesariamente se disfraza o se oculta, y no sólo ante terceros, sino también ante sí mismo. La forma de encubrimiento más usual es la negación: se niega ante los demás y ante uno mismo sentir envidia.

La envidia, sobre todo en los niveles descritos, es un malgasto emocional.

Y lo es porque los envidiosos no están dispuestos a hacer las cosas necesarias que las personas objeto de su envidia realizan para obtener lo que quieren en la vida.

Los envidiosos nunca están conformes con lo que tienen, aunque sean millonarios nacidos en cuna de oro. Es más, mientras más tiene un envidioso, más desea lo ajeno.

Aquí es que vemos dónde está realmente el verdadero objeto de la envidia. No en el objeto que el otro posee, sino en el modo de ser del envidiado.



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