Nadie duda que Saddam Hussein, quien fuera por largo tiempo presidente de Irak, era uno de los peores dictadores de la historia moderna.
Después de Adolfo Hitler y José Stalin, el nombre de Saddam ya aparece como uno de los criminales que aprovecharon el poder para saciar su megalomanía.
Despótico, cruel ambicioso y orgulloso, Saddam intentó incluso dominar todo el Oriente Medio para apoderarse de las reservas petroleras del Golfo Pérsico.
Más de dos millones de personas habrían muerto a manos de sus hordas en tres guerras atroces. En el conflicto con los iraníes, Irak mató a un millón de personas entre 1980 y 1988.
En Kuwait, cuando era evidente su derrota, prefirió destruir los pozos petroleros antes de dejarlos intactos.
Peor aún, Saddam mató a muchos civiles dentro de su país. Exterminó a los kurdos lanzando armas químicas y a punta de bala, eliminó a los opositores chiítas.
Sin embargo, hay que recordar que Hussein recibió el apoyo de Occidente en su momento, para evitar que otros grupos extremistas se apoderaran de Bagdad y el crudo.
Estados Unidos y Europa brindaron su apoyo al otrora dictador, dándole armas avanzadas y dinero.
La caída de Saddam y su posterior ejecución nos demuestra que a los tiranos también les llegará el día de la justicia.
Para la historia, el legado de Saddam y sus atrocidades evidenciarán la realidad de un mundo que sigue dominado por la violencia.
Queda la tarea ahora de evitar que otros sigan su camino y que la humanidad no permita otra vez que aparezcan más tiranos que quieran conquistar el mundo.