Debo creer que la pureza del aire le ofreció como garantía a nuestros primeros ancestros, la fortuna de gozar una larga existencia sobre el patrimonio terrenal, con claras revelaciones de éxitos, descansando sobre el hábitat, plenamente inmaculado.
El desaire ocasionado a la natura como excusa cómplice del desarrollo de la revolución industrial fue opacando paulatinamente la riqueza de una herencia sin manchas hasta ese instante. Las ansias de poder económico desmedido sobre lo que se había recibido incólume. Y hoy la química ha hecho del ambiente un cuerpo lúgubre y menguado, donde falta lo más preciado, la energía que vigoriza la vida en el entorno.
Bocanadas incesantes de monóxido de carbono tornan la atmósfera de un color oscuro y amenazante, en competencia con los endebles pulmones del hombre que los absorbe sin percatarse. Respondiendo al compromiso de las novedades mundiales en el campo de los famosos inventos y descubrimientos, nos es exigente pagar un saldo nunca pensado entrañablemente aterrador y desolador.
La atmósfera ha perdido su cohesión en visible estado de locura, dejando desprender granizo y hasta aerolitos presa de la traidora profanación que no cesa, abriendo el compás en la generación de fenómenos impetuosos como: tornados, tormentas y huracanes de calificaciones increíbles. ¡Fábricas en medio de barriadas evidenciando una amenaza! Hemos echado a perder el medio abanicando su abandono donde los gases como el dióxido de carbono y el metano, atrapan la energía de la luz solar en forma de calor en la atmósfera. El vidrio de un invernadero produce el mismo efecto. Hay, por supuesto, un calentamiento global, intensificándose debido a la producción de gases por los seres humanos, comprometiendo la estabilidad del clima en toda la haz de la tierra, ocasionando efectos perniciosos difíciles de amainar.
