La extracción de metales del subsuelo ha sido una actividad tan antigua como la misma presencia del hombre sobre el planeta. En sus inicios, el mineral se extraía excavando a pico y pala extensos socavones o sótanos bajo la tierra, desde donde era transportado hasta la superficie a hombros, o empleando animales de carga.
El uso de tractores, montacargas, retroexcavadoras y otro tipo de maquinaria pesada en la industria minera contemporánea, ha ocasionado daños irreparables en el escenario natural, llegando a modificar visiblemente la topografía del terreno, ríos, bosques y la variada fauna donde se explota el recurso y sus alrededores.
Volúmenes de tierra y roca son extraídos y amontonados en lugares cercanos a la mina, produciendo deslaves y erosiones que van a parar al cauce de los ríos y las partes más bajas del terreno, con sus consecuencias negativas para el ecosistema.
Hace unos días viajé a la población de Cañazas, en la provincia de Veraguas, donde pude observar varias lagunas enormes llenas de agua verde, dispersas en las montañas, que fueron abandonadas por una empresa minera después de su clausura por la caída de los precios del oro.
Igual que en otras regiones de América Latina, las explotaciones mineras producen el desplazamiento de mano de obra no capacitada hacia los poblados cercanos al yacimiento, como ocurrió en Cañazas, donde se puede observar familias que llegaron de la cordillera indígena en busca de oportunidades y se debaten hoy en la pobreza, alojadas en míseras viviendas cubiertas con retazos de lona negra que dejó la mina ahora abandonada mostrando sus galpones solitarios, hierros oxidados y herbazales.
En las excavaciones se empleó el método de "a cielo abierto", por lo que cada lago tiene en el centro una profundidad de más de cien metros, según los moradores en las cercanías, que manejan una información fragmentada y muy imprecisa sobre el peligro de una posible contaminación por efectos del agua estancada.