Tanto el amor como la fe son especialmente ciegos. Ningún panameño embriagado con una de estas dos pasiones podría sentarse a razonar un poquito sobre nuestro devenir histórico, porque correría el peligro de convertir en pedazos el concepto de patria que lleva en su mente. Los inventores del país, nos crearon un caldo más sublime que sincero lleno de condimentos especiales, tomado a cucharadas por generaciones en ocasiones bajo protestas y arrugando la cara, pero lo seguimos tomando con fe y esperanza.
El esperanzador plato de amor patrio, cocido con la religión, la crianza de la casa y el calco de leyes amerindias, ha permitido que cierta clase de tipos hayan llegado a gobernarnos. Pero no es casual, estos arribos fatales y ocasionales de nuestra historia reafirman la tesis escrita por mí, que en la cultura istmeña los gobiernos son cuestión de suerte y desde el cura para abajo la ciudadanía será en términos relativos la cómplice de siempre.
En nuestra nación la mayoría de los ciudadanos llenos del glamoroso caldo, nos negamos con una fijación horrible a cumplir la ley. Aquí muy pocos reconocen sus responsabilidades y culpas, no importa el estrato social, esa es parte de nuestra cultura y si por mala suerte el Estado se muestra perdido sin controles y débil para aplicar la ley tanto a él mismo, como al resto, la patria caminará peligrosamente de espaldas rumbo hacia un estercolero acéfalo de angustia y corruptela, dependiendo ingenuamente de la suerte.
La patria no es juego, la suerte se deja para los casinos, no para el destino de una nación. Tenemos un país grandioso, pero si no apretamos las clavijas a tiempo para que el Estado no sea disminuido con el arribo de gobiernos incapaces, entonces hasta el agua cristalina de nuestras montañas, el imprecar y el canto de las aves reinantes en la panameñía, se percibirán a distancia absolutamente corruptos, cuando no es cierto.