El accidente ocurrido el lunes 23 de octubre a la altura de la avenida Martín Sossa, frente al templo de oraciones Hosanna de la ciudad capital, ha causado un profundo dolor en todo el pueblo panameño, todavía bajo los efectos del espanto y la impotencia. Nada de lo que podamos decir desde esta tribuna servirá de consuelo a los deudos de los fallecidos, tan solo nos resignamos a elevar una plegaria al Altísimo, encender una vela y colocar una flor en nombre de los dieciocho panameños martirizados.
No creemos que este problema sea responsabilidad exclusiva de un conductor irresponsable, saturado de infracciones; más bien es el reflejo de un país donde se ha confundido la economía de mercado con el desorden, la anarquía, sumado todo esto a la debilidad de un sistema judicial y la impunidad de quienes han transgredido las disposiciones legales, en una sola frase: "el juega vivo".
Todavía sacudido por las horrendas escenas del autobús incendiado y los restos carbonizados, me pregunto si los códigos establecen la existencia de vías de escape en los vehículos como el accidentado, si estos detalles son contemplados por quienes facilitan los recursos para adquirir las unidades y si los transportistas tienen la menor idea de que conducir un vehículo de pasajeros conlleva paralelamente un responsabilidad con la seguridad de los usuarios y los peatones. Lo de ayer nos hizo pensar en una trampa de muerte rodante, ávida por truncar preciosas vidas.
Tal vez, dirigir la investigación exclusivamente hacia los conductores, con su rosario de infracciones, no sea la ruta más adecuada para encontrar la solución a este quebradero de cabezas; lo medular es la firme e inmediata aplicación de la ley, sin excepciones, sin muestras de debilidad ni de intereses.
Es extraño y hasta ofensivo que unidades rechazadas en cualquier país del continente ingresen a Panamá con facilidades y hasta, quién sabe, exoneraciones, con la aprobación de las autoridades que han concedido hasta financiamiento. El espeluznante hecho ocurrido el día lunes nos ha hecho comprender que la situación se ha desbordado y no hay quién se yerga en defensor de los usuarios este sistema de transporte, es decir, más del 90 por ciento de la población.
Los panameños hemos demostrado ser unas excelentes personas, sin malicia, vencidos a veces por el exceso de confianza. Pero esto no quiere decir que somos tontos o un pueblo de mansos borregos. Sin alentar ni predecir situaciones de violencia, pedimos un alto a los desenfrenos, a la falta de respeto, al abuso de confianza.
Debe realizarse una meticulosa indagación para hacer justicia a estos mártires del transporte colectivo para que no se conviertan en meras cifras estadísticas, en números anuales de accidentes hechos públicos al finalizar el año. Ojala las investigaciones determinen quiénes son los responsables, de este y de otros eventos trágicos y se apliquen los castigos ejemplarizantes, porque no quisiéramos ver a nuestro país tomando la ley en sus manos.