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¿Un pie o la vida?

Hermano Pablo | Reverendo

Con un seco y sonoro ¡clic! se cerró la trampa. Era una trampa de acero, silenciosa y traicionera, oculta en la nieve por hojas de pino. Serge Cherblinko, cazador de osos en los bosques de Siberia, andaba de cacería. Sin darse cuenta, pisó donde no debió haberlo hecho, y la trampa clavó en él sus dientes de acero.

Serge sabía que por sí solo le sería imposible librarse de la trampa. El dolor era intenso, y la noche se aproximaba, con sus fríos, sus lobos y sus osos. Ahí mismo, solo y en medio del bosque, tomó una decisión drástica. Con su cuchillo de monte, se amputó el pie y, renqueando y arrastrándose como pudo, regando sangre por el camino, cubrió los dos kilómetros hasta llegar al refugio. Perdió un pie, pero se salvó la vida.

¡Cuántas no han sido las veces que el cirujano se acerca a la cama del paciente y le dice: «Para salvarle la vida tenemos que amputarle la pierna»! Y como más vale la vida que una pierna, el paciente se somete. La vida misma siempre vale más que cualquier miembro del cuerpo.

Jesucristo conocía el incalculable valor de la vida eterna, así que un día, al predicarles a las multitudes, dijo: «...si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él vaya al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno» (Mateo 5: 29-30).

Si la vida física vale más que cualquier miembro de nuestro cuerpo, con mayor razón la vida espiritual, que es eterna, vale más que cualquier cosa en esta vida. Y sin embargo, ¡qué fácil nos es apegarnos a nuestros antojos injustos e inmorales aunque así perdamos la vida eterna! Jesús lo expresó con una claridad diáfana al decir que si ganamos el mundo entero, pero perdemos nuestra alma, lo hemos perdido todo. No cedamos lo eterno por lo efímero. Ni cedamos la gloria celestial por la vanagloria de este mundo. Al contrario, pidámosle a Cristo que sea el Señor y Dueño de nuestra vida.




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