La educación es el proceso complejo que debe llevarse a feliz término con sumo cuidado, volcándose en ella en completa avanzada, los últimos sucesos de la época de tipos novelas y tecnológicos, donde el estudioso sea dueño de las extendidas prerrogativas que harán de él un sujeto solvente, uniforme al tiempo en que vive.
El educador debe estar plenamente identificado con los métodos a emplear, encaminados a la búsqueda de los resultados productivos, afincados en los procedimientos audiovisuales, porque cuando comprendemos lo que vemos, tenemos el real poder del recuerdo, aprisionando los fundamentos que inspiran los recursos para capturar el fin, puestos los logros puntuales en práctica. Un puntal reconocido en este afán que me preocupa es reconocernos en la totalidad de nuestro ser, cualidad sin sustituto que nos conducirá a la íntima observación. No puede ser un buen estudiante aquel que no posee el hábito de la cuidadosa observación y hasta me he atrevido a decir que ella calibra y califica la audacia del intelecto humano con estricta eficacia.
Atrapado por éstas corrientes, en total alejamiento de las facciosas pretensiones, me dispongo a pensar en perfecto análisis escudriñando las dolencias por décadas que sufre el sistema educativo nuestro, valorado en una fuerza tendenciosa que deja a la deriva la acendrada temperancia del persuadido a abrazar esta profesión, sujeta sin duda alguna, a la moral. Un educador no puede ser un amoral, tampoco un inmoral, el prestigio avanza por la vía amplia recorriendo el crédito personal. Normal Augusta, carnada de cóndores, donde un profesor en el pasado, al iniciar las tareas del día, se ajustaba ante todo el lujoso vestido de gala. ¡El ejemplo también educa!