Es pesada la carga, de peso colosal e indomable que soporta la piedra angular de la sociedad, la familia, que en los precisos momentos, tiende a desmoronarse más y más a medida que las horas pasan, como consecuencias de la fatiga moral prevaleciente.
Todo indica que la institución corre peligro y se inclina a destroncarse, semejante al imponente monolito azotado por el violento y aterrador terremoto. Dos palabras yacen en el profundo y tétrico fondo del sarcófago, el amor y el respeto que otrora solían salir de la mano por el umbral de la institución más antigua erigida por el hombre sobre la tierra, el hogar. Estos dos vocablos nacidos de la vergüenza que les impregnaron esencia al comportamiento humano, cayeron desvanecidos en franca invalidez, por los malvados que perpetraron sus malignos deseos de desprestigiarla, motivados por la vanidad. Han sido muchos los contenedores inicuos contra quienes ha forcejeado, desplomándose lánguida, abandonada y envilecida por los que un día se juraron ambigua eternidad, protegidos en tránsito por el atrio claustral.
El desengaño, incentivado por la mentira, fueron los fieles sirvientes que en fiero desprecio milenario se aliaron con la disciplina irresponsable conculcando la sencillez de la sinceridad.
Es más agradable y fácil destruir que construir. Y la amistad conyugal se perdió, se dejó arrastrar por el tumulto insolente al fondo inmundo de la cloaca maldita. Pero he de apuntar mis malicias y temores, donde presumo se estribó la debacle para avanzar avasallando, como corriente desordenada por el estrecho cauce. La voz desprovista de sentimientos, altanera, grosera e impositiva llevada de la mano por la procacidad imperdonable de oficiosa procedencia. Factores huraños y extraños se acercan debilitándola, la falta del trabajo digno, el divorcio y la ausencia de lealtad lo empujan a las catacumbas. Hogares incompletos, cuerda floja de volatinero, donde el dolor ultraja el débil corazón poblado de viejas cicatrices.