Primero fue verter agua en la garganta del paciente, mientras se le apretaba la nariz. Después fue inyectar una sobredosis de somníferos. Otra vez fue poner una almohada en la cara y apretar fuertemente. Algunas veces fue presionar con dedos de acero la carótida.
Lo cierto es que cuatro enfermeras, María Gruber, Saltraud Wagner, Irene Leidoff y Stefanie Mayer, de un hospital de Viena, Austria, mataron a cuarenta y nueve pacientes ancianos en un solo año. Se supone que entre 1982 y 1989 mataron a más de trescientos.
"Estas enfermeras, demonios de la muerte -pronunció el juez-, mataban por el solo placer de matar. Disfrutaban del poder que adquirían sobre la vida y la muerte."
Este caso que conmovió a Austria revela hasta qué profundidad puede caer el corazón humano.
Sentirse dueño de un paciente anciano e indefenso, experimentar el placer de ser árbitro del destino, era para estas cuatro mujeres un placer mórbido.
¿Tanto puede endurecerse el corazón e insensibilizarse el alma? Parece que sí.
¿Hasta qué punto llegaríamos en ejecutar los dictámenes funestos de nuestro corazón? ¿Nos permitiríamos llegar hasta el punto de odiar a un semejante o de engañar a un cliente en un acuerdo? ¿Nos daríamos el lujo malvado de abandonar a la esposa y a los hijos por alguna linda joven que se cruzara en nuestro camino?
Todo eso proviene del mismo mal, ya sea matar a cuarenta y nueve ancianos en un año o valerse de la candidez de alguien para robarle alguna pertenencia.
Alguien dirá: "Esas mujeres necesitan un nuevo corazón." A eso debemos añadir: Es lo que necesitamos todos: un nuevo corazón. Y sólo Jesucristo puede devolverle al ser humano su sensatez, su justicia, su bondad, su misericordia.
Busquemos en Jesucristo esas virtudes. Las tendremos cuando sometamos nuestra voluntad a la voluntad de Dios, haciendo de su Hijo Jesucristo el Señor y el dueño de nuestra vida.