"Juega en el patio, pero no te alejes", le dijo Brian Heptinstall a Tim, su hijito de dos años. Era un día claro y cálido. Caían lentamente las hojas de los árboles. En la maleza había una extraña quietud. Esto ocurría en Choma, Zambia, África.
De pronto Brian advirtió la ausencia del niño. Lo buscó entre la maleza y lo que vio allí lo paralizó de horror. Una boa constrictora de ocho metros de largo se estaba tragando al pequeño. El padre, armado de un hacha, mató a la serpiente y rescató a su hijo. El niño sufrió algunas fracturas, raspones y un gran susto, pero estaba con vida.
Debe de ser una experiencia horrible sentirse tragado vivo por un monstruo de esa naturaleza, pero qué decirse de otros monstruos, otras serpientes, otras boas que se están devorando a muchos hijos, a veces ante la vista y ante la indiferencia, y aun con la complicidad, de los padres.
Las drogas, por ejemplo, ¿no son acaso una inmensa boa, cuya cabeza se encuentra en todas partes? ¿Qué país, ciudad, escuela o universidad, qué discoteca o salón de baile o club deportivo, qué esquina, calle o casa de familia está hoy completamente libre de su ataque? Tal vez digamos: "¡Nosotros jamás permitiremos que nuestros hijos adquieran drogas!" Esa es una actitud encomiable, pero ¿los estamos cuidando y vigilando realmente? Hay miles de padres que no prestan atención al comportamiento de sus hijos, y cuando se dan cuenta, ya tienen un problema de drogas en la casa. Esos padres se agarran la cabeza y exclaman: "¿Cómo pudo ocurrirnos esto?" El vicio de la droga tiene mil maneras sutiles de penetrar en los hogares y en las familias. Si los padres no ejercen una vigilancia constante, sabia y amorosa, sus hijos se contaminarán el día menos pensado. Hay que vigilar y legarles a nuestros hijos una fuerte y sólida convicción moral, convicción que sólo se produce cuando Cristo es el Señor de nuestra vida. Él quiere ser nuestro Salvador. Sólo Cristo puede salvarnos de esa horrible boa constrictora.