Para Miguel Olmedo, hombre de treinta y nueve años, la decisión era terrible pero inevitable. No hallaba otra salida. No encontraba otra solución. Las dificultades de la vida eran, en su opinión, insuperables e insoportables.
Cargó el revólver y mató primero a su hija Diana de once años, luego mató a su hijo Martín de nueve, y después se mató él. Cuando la policía investigó la tragedia, expidió el siguiente informe: "Miguel Olmedo estaba experimentando dificultades familiares normales." ¿Cuáles son esas "dificultades familiares normales"? Todos tenemos familia, esposa e hijos; muchos ya tenemos nietos; y algunos de nosotros, bisnietos. Todos pasamos por diversas dificultades. ¿Cuáles son entonces esas dificultades normales?
Tenemos, por supuesto, que pagar las cuentas mensuales: casa, luz, agua, teléfono, tarjetas de crédito. Además debemos darles educación a los hijos que, cuando ingresan en la escuela de segunda enseñanza o en la universidad, los costos de esa educación son muy altos. También hay que darles lo que es más importante, la educación moral, y en estos tiempos de inmoralidad, esa no es tarea fácil. Tenemos también que saber llevarnos bien con nuestro cónyuge. Esas son dificultades familiares normales. Pero no son motivo alguno para hacer lo que hizo Miguel Olmedo.
La verdad es que esa declaración de la policía investigadora, atribuyendo el homicidio múltiple y el suicidio de Olmedo a "dificultades normales", no explica del todo el por qué de ese desbarajuste mental. Hay algo más que la declaración no menciona.
No hay mención de una conciencia perturbada, de un corazón amargado, de una vida sin esperanza, de un futuro confuso. No hay mención de un alma sin paz, de esclavitud del pecado, de un espíritu sin Dios. Esas son las verdaderas causas de la confusión mental. Cristo quiere darnos paz en la esfera de la vida en que más la necesitamos. Invitemos a Cristo a que more en nuestro corazón. El capítulo final de nuestra vida no tiene que ser como el de Olmedo.