Pedro García se descolgó sigilosamente de la pared. Cayó a un patio interior, y avanzó amparado por las sombras de la noche. Llevaba en la mano una pesada llave inglesa. Con esa llave golpeó repetidas veces una puerta de madera que cubría una puerta interior de acero.
Iba a continuar con su trabajo cuando sonó estridentemente la alarma contra robos. Pedro, jovencito hispano de once años de edad, estaba muerto de miedo. Así lo encontraron los policías que acudieron a la campana de alarma.
Pedro García no era ladrón profesional. En sus bolsillos hallaron una carta de la compañía de gas de Chicago en la que le anunciaban a su madre el inminente corte de la provisión de gas, por falta de pagos. En los diarios de Chicago salió la foto de Pedro, el niño que intentó robar para ayudar a su madre. Flaco, pequeño, con mejillas hundidas y ojos febriles, era la Viva, Crítica en Línea estampa de la necesidad. «Rostro de la miseria», era el titular de los diarios.
He aquí una noticia que se parece a las tramas de los antiguos novelones sentimentales. Un niño de once años intenta robar en una poderosa casa comercial. En su rostro, que publican los diarios, se advierten todos los rasgos de la tristeza, el desamparo y la enfermedad.
No está fuera de orden, entonces, que los diarios publiquen su foto con el epíteto de «Rostro del hambre». Lo mismo podría decirse: «Rostro de la orfandad», o: «Rostro del hijo abandonado por su padre», o: «Rostro del mayor desencanto y sufrimiento que pueda padecer un niño».
El drama de los hogares quebrantados y arruinados debido al abandono del padre es drama que se repite en todos los países. Es precisamente por ese abandono criminal que hay tanto joven delincuente en las celdas de nuestras cárceles.
«El niño es el padre del hombre», se ha dicho con acierto. Y un niño desventurado bien puede ser el padre, el precursor de un hombre antisocial que será él mismo.
Nuestros hijos son una herencia que Dios ha puesto en nuestras manos. Pongámonos nosotros mismos en las manos de Cristo. Sólo así podremos darles a ellos el hogar y el ambiente que los libre de cualquier rostro de pecado o de miseria.