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Llorar

Milciades Ortíz | Catedrático

La primera vez que sentí ganas de llorar fue cuando vi los "huesitos". Estaban en una rudimentaria caja en el Cementerio de Extranjeros. En un depósito había apiladas varias cajas iguales. Una cartulina con el nombre en rojo evitaba que se confundieran los restos.

Eran las ocho y media del jueves treinta de marzo. Fui al cementerio para certificar el cambio de restos de mi abuela Teresa.

Ella murió a los noventa y cuatro años de edad, hace ya treinta y siete años.

Sabía que me pondría muy sensible pues quise mucho a mi abuela.

Pero al ver un amasijo de huesitos, una especie de barro color arcilla y un viejo "pantimedia" que tenía "los deditos", tuve que mirar hacia el suelo y morderme los labios.

Las lágrimas estaban a punto de brotar de mis ojos. Decenas de recuerdos pasaron por mi mente en segundos. Veía a mi abuela contenta, llena de vida, expresándome amor.

Pero no iba a llorar allí delante de varios extraños. Eso lo haría más tarde, a solas con sus restos...

Debo señalar que las personas que me atendieron en el Cementerio Amador fueron gentiles y eficientes. Se ve que tienen experiencia en esta diligencia.

No quise tocar los huesos ni que los lavaran para que mantuvieran su estado natural de deterioro.

Marché rápidamente detrás de la vieja carretilla hasta el osario donde reposará ahora lo que queda de mi abuelita.

Recordé que era una señora gordita, bajita, con enorme cabello blanco. Hablaba español con algunas palabras italianas.

Había venido de Italia con su esposo buscando "un mejor lugar bajo el sol". En Panamá levantó una familia numerosa, y casi todos sus hijos fueron profesionales.

Yo atendía cualquier deseo que tuviera, como comprarle castañas para Semana Santa y llevarla a ver películas religiosas.

Varias veces me "santigüó" para quitarme lo que llaman "mal de ojo". Nunca quiso decirme la fórmula y una sonrisa dulce ponía fin a cualquiera insistencia mía en este asunto.

Ya habían sellado el osario. Ahora sí podría explicarle a lo que queda de mi abuela mi dolor por su partida.

Le dije al funcionario que me dejara solo. Entonces me advirtió que tuviera cuidado.

"A veces personas de al lado saltan la cerca y le roban pensando que tiene dinero", dijo el servicial empleado. Añadió que buscaría un policía para que me cuidara.

No pude llorar por miedo a ser asaltado. Pero otro día iré a esa tumba con una metralleta en el bolsillo", y lloraré todo lo que quiera, querida abuelita".



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