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Cómo viví un terremoto

Rolando A. Gittens | Para Crítica

Eran las 3:34 horas del sábado 27 de febrero, la temperatura ambiente era sólo de 12 grados centígrados. Un anuncio claro que se aproximaba el invierno chileno.

En la pequeña comunidad de Peñaflor, a unos 35 kilómetros a las afueras de la capital Santiago, el silencio de las antiguas parcelas de cultivos convertidos en urbanizaciones se embriagaba de la intensa oscuridad.

De repente, un ruido intimidante del subsuelo, acompañado de un leve movimiento primero y una fuerte sacudida después, nos despertó. Era un terremoto.

Mi esposa, Rosy, y yo estábamos en una casa de dos pisos perteneciente a la hermana, quien aprovechando las vacaciones de verano, había viajado junto a toda su familia, dejándonos a cargo de toda la casa.

A esa hora, dormíamos; en la habitación contigua, postrado en su cama hospitalaria reposaba mi suegro, quien con sus 93 años a cuesta, superaba quebrantos de salud, propios de su avanzada edad.

Guiados por el instinto más que por la visión (la oscuridad era total porque el servicio eléctrico se cortó casi que en forma inmediata) nos trasladamos con algo de dificultad a la habitación del anciano porque sabíamos que él no podía levantarse por sí solo. El piso no dejaba de temblar y ya no se escuchaba el ruido del subsuelo porque era opacado por el quebrarse de los vasos, las vajillas, los adornos, las repisas. Parecía que la casa se estaba derrumbando a pedazos.

Fue un terremoto de unos dos minutos, que para todos, fue una eternidad. No hubo tiempo de pensar en nada ni en nadie, era mucho ruido, mucha tensión, demasiada angustia e impotencia. Nunca había estado tan cerca del sentimiento de una posible muerte y del final de mi vida.




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