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Gritos con revólver en mano

Hermano Pablo | Reverendo

-Estoy en el más infame de los negocios, y no puedo salir de él.

Quien así hablaba era un hombre bien parecido, de unos cuarenta años de edad. Vestía saco y pantalones deportivos. Su camisa de cincuenta dólares, sus anillos y sus zapatos revelaban su buena posición económica.

Sin embargo, el hombre hablaba con mortal angustia reprimiendo a duras penas las lágrimas.

-Doy gritos en la noche -continuó-, y tengo el revólver a la mano. No sé por qué no me he pegado un tiro todavía.

-¿En qué negocio anda usted? -le preguntó el pastor Dean Ericson al hombre que había venido a consultarle.

Horrorizado de sus mismas palabras, el hombre, que quería conservar el anonimato, respondió:

-En la pornografía infantil. Me pagan quinientos dólares por cada niño o niña que consigo para filmar películas obscenas.

Esto ocurrió a fines del siglo veinte en la oficina de un conocido pastor. El hombre acudió a él desesperado. No podía soportar más la carga de su vida. Tenía mucho dinero, vestía ropa de primera, y manejaba un auto muy costoso. Pero la conciencia lo torturaba y daba gritos en la noche. Quería matarse, pero no podía reunir el valor necesario para hacerlo.

Buscó consejo pastoral. Deseaba arrepentirse y cambiar de vida. Quería ser otro hombre, dedicarse a otra actividad. Pero estaba preso en las redes del pecado y de la mafia. Y le era imposible. Al menos eso fue lo que dijo cuando salió de la oficina con los hombros caídos y una expresión de pena en el rostro.

El pecado tiene una característica terrible: va envolviendo a sus víctimas con hilos de seda, como la araña a la mosca. Al principio, parece fácil romper esos hilos y escapar, pero con el tiempo los hilos de seda se hacen cables de acero, y ya no hay escape para nadie.

Sin embargo, la gracia de Dios y el poder de Cristo son fuerzas maravillosas para liberar a cualquier hombre o mujer cautivos en esas redes mortales. Pero, para que la liberación sea efectiva, la víctima tiene que reaccionar a tiempo y correr hacia los brazos de Cristo sin ninguna demora.

Cristo salva a todos, pero cada uno tiene que entregarse por completo a Él.



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