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La rueda loca

Hermano Pablo | Reverendo

El circo daba su función en Buenos Aires, Argentina. Estaba repleto de gente que, entusiasmada, esperaba cada actuación con gritos y aplausos. Los payasos hacían desternillarse de risa a chicos y a grandes. Entre ellos se destacaba Peporrete, que con sus saltos y piruetas acaparaba la atención.

Su acto final, cada noche, era tomarse de los tobillos, formar una rueda con el cuerpo y rodar así por toda la pista.

Esa noche Peporrete hizo lo mismo. Pero al rodar en la rueda loca, se le clavó en el pecho la punta de un tornillo que estaba oculto bajo la lona. El hombre sintió la punzada, pero siguió como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, la contusión interior, igual que la quebradura de un cristal que se raja, fue avanzando poco a poco. Una semana después, en plena actuación, Peporrete murió de un aneurisma.

¡A qué extremos llega un artista, exponiendo su arte, para traer felicidad al público! He aquí un hombre que vivió para hacer reír. Tenía una facultad inimitable. Su acto final, «La rueda loca», acto que él mismo había creado, lo ejecutaba con entusiasmo y dedicación. Pero esa dedicación le costó la vida.

Esto nos lleva a hacer dos reflexiones. La primera es que lo que no se hace con entusiasmo no merece hacerse. ¡Son tantas las personas que llevan una vida muerta, que no tienen pasión! Esa no es la vida que nuestro Creador quiso que tuviéramos. Él nos creó para vivir con entusiasmo, con arrebato. Él quiere vernos alegres y optimistas.

La otra reflexión es más emocional y sensible. Peporrete no es el único hombre que haya llevado una herida en el corazón. Y no es tampoco el único que haya muerto lentamente por esa herida.

¡Cuánta mujer, cuánta esposa fiel y buena, ha sido engañada por su marido, lastimando su corazón para siempre! ¡Y cuánto hombre hay, también fiel y bueno, a quien su esposa le falló, y aunque hubo reconciliación, la herida ha quedado, mucho más dolorosa que cualquier herida del cuerpo!

¿Hay alguna cura para las heridas del alma? Sí, la hay. El gran Médico divino, Jesucristo, sana por completo las heridas del corazón. Los que sufren no tienen que hacer más que acudir a Él, buscarlo de todo corazón y clamar desde el fondo de su angustia. Cristo, el Amante Pastor, viene entonces para consolar y curar.

Entreguémosle nuestro dolor a Cristo. Él transformará nuestras lágrimas en gozo.




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