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Lloviznas que se convierten en torrentes

Hermano Pablo | Reverendo

Las primeras gotas de agua comenzaron a caer. Era la primera lluvia del suave invierno de Cabo San Lucas, Baja California. La gente salió al patio para darle la bienvenida. Era un gozo sentir el rítmico tamborileo de las gotas sobre los techos.

Pero a las nueve de la noche la lluvia arreció. Una enorme masa de nubes se amontonó sobre el valle entre Cabo San Lucas y San José del Cabo, y ésta cayó, castigando implacablemente toda el área.

En pocas horas la fuerza del agua destruyó cuatro puentes y centenares de casas, y barrió con una carretera recién construida. Además, dejó como saldo centenares de heridos y varios muertos. El costo en daños y pérdidas fue de 44 millones de dólares. Lo que comenzó siendo una mansa y refrescante llovizna se convirtió, de un momento a otro, en un torrente furioso y destructor.

Así es el carácter del hombre iracundo: como una simple llovizna o un pequeño arroyo que corre mansamente, capaz de convertirse en un torrente feroz que siembra espanto y muerte. Aquel hombre puede permanecer manso y tranquilo un buen tiempo dando la impresión de ser un caballero cortés, pero de repente el furor se desata, y el que parecía apacible hace desastres.

Muchas veces es el alcohol el que desata la furia. Un hombre manso, cuando carece del alcohol del que es adicto, se vuelve una fiera con sólo algunas copas.

Igual es la furia que a veces provocan, y esto inocentemente, los seres más queridos, tales como el cónyuge y los hijos. Es increíble cómo pueden cambiar de razonables a lunáticos en una discusión.

En la mayoría de los casos el iracundo no lo es porque quiere. Algo revienta dentro de él o de ella cuando menos piensa.

¿Habrá algo que esa persona pueda hacer? Sí, lo hay. Es que el mal es un mal del corazón. Sale de nuestro interior, y si podemos controlar los impulsos de nuestro corazón, podremos cambiar también nuestro comportamiento.

Para eso es necesario poner mente, alma y corazón en manos de Jesucristo. Cristo da paz y calma. Él reprime las fuerzas de la ira, pone diques a la furia y controla el enojo en el lugar donde nace: el corazón. Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Él se especializa en salvar al que no puede ayudarse a sí mismo.




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