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  OPINIÓN


Cuando se mata la inocencia

Hermano Pablo | Reverendo

Dame una piedra de diez -le dijo el hombre. No hay piedras de diez; él tiene sólo de veinte -fue la respuesta.

El hombre sacó un billete de veinte dólares y se lo pasó a la señorita. Ella entonces entró a la casa, le entregó el billete a Juan Restrepo, y volvió con la "piedra" en la mano. No era una piedra. Era un paquetito de crack de veinte dólares de valor. No bien puso la señorita el crack en la mano del comprador, éste la arrestó.

La tal "señorita" era una niña de apenas diez años de edad que vendía cocaína en la ciudad de Detroit, Michigan. "La niña es inocente -juzgó la policía-. La involucraron en este delito personas mayores."

Cuando se mata la inocencia de una criatura, se está matando toda una larga vida. Bien decía Ernesto Hemingway: "La muerte de un ser humano me disminuye a mí, porque yo también pertenezco a la raza humana. De modo que cuando doblan las campanas, no preguntes por quién están doblando; lo están haciendo por ti."

Cuando se destruye la inocencia de una criatura, como aquélla de diez años, se está destruyendo a una adolescente que pudo ser feliz, a un joven o a una señorita que pudo haber disfrutado de la maravilla que es la vida. Se está destruyendo a una persona que pudo amar, con ese amor limpio, sano y bueno que forma la familia y que establece el hogar.

Cuando se abusa de un niño o de una niña con cualquier clase de maltrato sexual, físico o moral, se está destruyendo una esperanza: la esperanza de tener una generación mejor que la pasada. Destruir la inocencia es matar al pájaro que le canta a la primavera, o a la mariposa que sale a lucir los brillantes colores de sus alas en el sol de la mañana.

Destruir la inocencia de un niño, de una niña, es tronchar inconcluso un poema que pudo ser, es cambiar una melodía dulce en un gemido de dolor, es romper la armonía universal y ofender doblemente a Dios.

Con todo, hay padres y madres, hombres y mujeres que, siguiendo un impulso obsceno, procaz, y brutal, violan, ensucian, y aniquilan la inocencia de los niños. Ésos necesitan arrepentirse en lo más profundo de su ser, total y definitivamente, y rogarle a Cristo que los perdone por completo. Así, sólo así, podrán justificar su existencia.



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