La Cuaresma es un tiempo propicio para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para toda la humanidad (cf. Jn 19,25). En el misterio de la Cruz se revela enteramente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, Él aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo Unigénito.
Queridos hermanos y hermanas, ¡miremos a Cristo traspasado en la Cruz! Él es la revelación más impresionante del amor de Dios. En la Cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene sed del amor de cada uno de nosotros. La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por Él. Hay que corresponder a ese amor.
"Mirarán al que traspasaron". ¡Miremos con confianza el costado traspasado de Jesús, del que salió "sangre y agua" (Jn 19,34)! Los Padres de la Iglesia consideraron estos elementos como símbolos de los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Con el agua del Bautismo, gracias a la acción del Espíritu Santo, se nos revela la intimidad del amor trinitario. La sangre, símbolo del amor del Buen Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: "La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús… nos implicamos en la dinámica de su entrega" (Enc. Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo ‘eucarístico’, en el que, aceptando el amor de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y palabra. De ese modo contemplar "al que traspasaron" nos llevará a abrir el corazón a los demás.
Que la Cuaresma sea para los cristianos una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que debemos "volver a dar" al prójimo, especialmente al que sufre y al necesitado.