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Inocencia perdida

Yadira Roquebert | Colaboradora

Cuando llegamos al mundo somos similares a una hoja en blanco, en el transcurrir de nuestra vida se van anotando datos que forman nuestra personalidad y nos brindan la experiencia que luego aplicamos en nuestro diario vivir. Las letras de nuestra hoja de vida surgen del ambiente en que nos desenvolvemos, donde nuestros padres influyen enormemente, pues, además de ser los responsables de cuidarnos, también está en ellos hacernos hombres y mujeres de bien, ese es el compromiso con el creador.

El mundo evoluciona a cada instante y con ello las influencias externas hacen que la tarea del padre de familia, que todos los días deja a sus hijos para cumplir con una jornada laboral, sea más difícil de lograr; sin embargo, es allí donde el tiempo que se le dedique a los hijos sea de calidad, siempre haciéndoles saber que además de padre o madre es el verdadero amigo o amiga con el que sus hijos pueden contar. Así evitamos la presión de grupo, que tanto daño le hace a las familias y que a la vez evita que el ser humano se desenvuelva con criterio propio.

Hoy quiero referirme a la inocencia de otrora, esa ingenuidad que hoy se ve perdida por las influencias externas que en nada ayudan a los padres a desarrollar su rol de verdaderos formadores de su familia. Hace algunas décadas, las letras de la hoja de vida de los hijos se escribían de la mano de sus padres, lo que hacía que todo se debía aprender a su debido tiempo.

Recuerdo que esa inocencia te llevaba a creer que para llegar a la capital tenías que pasar por arriba del Puente de las América, ¡qué susto! y que dentro de la radio podías encontrar a los locutores y músicos que se anunciaban. También que los telegramas venían colgados del cable eléctrico que sostienen los postes. En lo personal, recuerdo que un día me colé en una conversación que sostenía mi mamá con una amiga y logré escuchar, sin que me vieran, pues en las conversaciones de los adultos ni pensar en estar presente y mucho menos participar, que la visita le contaba a mi mamá que no podía utilizar ropa muy ajustada, pues la operación de su cesárea se le notaba. Desde ese momento pensé que no era la cigüeña la que dejaba los niños, sino que los médicos le operaban en círculo y que por el ombligo, a manera de tapa, le abrían para sacar el bebé. Esta creencia me la llevé hasta el primer año de escuela secundaria, cuando se me aclaró. Hoy día, lamentablemente, no es así.

Como cambian los tiempos. Nuestros niños no juegan la rayuela, el escondido, el pañuelito, la lata, rondas y tantos otros juegos de antaño que no eran costosos y que con el tiempo han sido reemplazados por la tecnología. Esta navidad, por ejemplo, el juego preferido eran los DC, cuyos juegos mantienen a los niños pegados a un aparato por horas, incluso hablan solos. Las bicicletas, los patines, las patinetas quedaron a un segundo plano.

¿Qué hacemos los padres ante los cambios acelerados que nos presenta el mundo moderno? Esa es la pregunta que nos queda. Espero que alguien nos ayude a resolver esta interrogante, que cada día limita nuestra función de formadores.




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