La escena no podía ser más dolorosa y conmovedora: dos jóvenes en la plenitud de sus vidas productivas posaban sentados en sillas de ruedas, mientras las cámaras de los reporteros les fotografiaban, después de que perdieran de manera trágica sus piernas a consecuencia del estallido de una mina antipersonal en la provincia del Darién.
Por un momento creí estar viendo una de las tantas imágenes de la guerra que en los años 80 azotó al Salvador, Guatemala y Nicaragua. Pero no, estamos en Panamá en el año 2010.
Este acto criminal, presenta ribetes de un conflicto bélico que, de manera sigilosa, ha ido traspasando nuestra frontera del sur, comenzado a socavar poco a poco la tranquilidad que se ha vivido en esa extensa región selvática de nuestra República.
Ante una situación que tiende a agravarse, caben algunas preguntas que podrían dar la clave para explicar éste y otros hechos: ¿Por qué los sectores en pugna en Colombia no han podido resolver mediante otra vía que no sea la armada, una confrontación que cumplirá pronto 70 años? ¿Será que la nueva estrategia de los gobernantes colombianos consiste en desplazar el conflicto hacia otras naciones para deshacerse de la insurgencia? ¿Tendremos los panameños que volver a entregar otra cuota más de sangre como ocurrió en la fratricida Guerra de los Mil Días?
Expertos en asuntos militares aseguran que las minas antipersonales son fáciles de producir, trabajan las 24 horas del día, no se deterioran ni por el clima ni por el tiempo, así que su carácter indestructible afecta la población civil mucho tiempo después del conflicto; y de allí que las Naciones Unidas han afirmado que una mina representa peligro de explosión por más de cincuenta años.
Y ojalá, no sean los hijos del pueblo los que vuelvan a poner los muertos.