No conozco ciudad, poblado o caserío alguno a lo largo de la geografía nacional, por más pequeño que sea, que no cuente en su entramado urbano con un parque, un campo de juegos, o por lo menos un solar público, donde los jóvenes y los niños se reúnen para practicar deportes o pasar un momento de tranquilidad y recreación después de las jornadas escolares o del trabajo cotidiano.
Pero, poco a poco, con el pasar de los años, y sin que la ciudadanía nos demos cuenta, esos espacios públicos han ido desapareciendo o sencillamente han comenzado a encogerse como si hubiesen caído en las manos de un mago maldito con la complicidad de las autoridades municipales.
Calles, aceras, parques, veredas, esquinas y servidumbres públicas son afectadas diariamente por los proyectos de �desarrollo�, sin consultar a los ciudadanos, que al final de cuentas somos los perjudicados.
Estos espacios abiertos, sobre todo en el interior del país, sufren de una falta de sustentación legal en materia de propiedad, porque nadie sabe a quién pertenecen, qué extensión en realidad tienen, y a quién recurrir a la hora del robo disimulado de que son víctimas.
Así vemos que, estos espacios, a los que un día la comunidad les asignó una función social pública, de repente pasan a ser patrimonio del Estado, cuyos funcionarios los administran a espaldas de la población.
En la administración de estos bienes hay que aplicar la democracia participativa creando patronatos con representación de los residentes en asocio con las autoridades para definir aspectos de propiedad, uso y manejo y evitar con ello la especulación.
Las ganancias obtenidas en las actividades realizadas en estos espacios, debieran cotizar en un fondo que podría ser empleado en el mejoramiento del mobiliario, el embellecimiento o el ornato.
