Para muchos en el mundo la muerte de Augusto Pinochet representa la justicia Divina que llegó en un momento donde la terrenal no satisfacía el clamor del pueblo chileno.
Aunque a nadie en esta tierra, por más malo que haya sido, nunca se le debe desear la muerte, la mayoría de los hermanos suramericanos cosecharon tanto odio hacia él que su deceso los libera de las ataduras salvajes de su dictadura.
Se dice que el ex dictador, quien falleció en la tarde de ayer, cosechó las tempestades de los vientos que sembró, agobiado por juicios en su contra y numerosas enfermedades.
Pinochet gobernó con mano de hierro durante 17 años al hermano país de Chile, tiempo suficiente para convertirse en ante los ojos del mundo en el prototipo del tirano que ahora tendrá que dar cuentas al Todopoderoso, pero para sus seguidores fue quien salvó a Chile del comunismo que tanto odió.
Para sus enemigos, quebrantó la democracia a sangre y fuego e implantó una dictadura cruel, que tuvo en la represión el único argumento para imponerse a sus adversarios y cuya ambición de poder no conoció límites.
La muerte de este personaje debe servir de reflexión a todos los líderes en el mundo para que bajen su discurso o su metodología de imponerse a los pueblos de forma nefasta.
Dios es el único que pone y quita gobernantes desde los tiempos antiguos, por eso, la muerte del ex dictador no debe ser motivo de celebración, sino de la viva manifestación de la existencia de un ser Supremo que es dueño de la vida de cada ser humano, de los que espera algún día se arrepientan de sus pecados para entrar en el gozo del Señor.
¡Dios quiera que Pinochet se haya arrepentido!