Aquí estamos hoy, como en cada 3 de noviembre desde hace 104 años: la Iglesia y la Patria, para sancionar solemnemente su fidelidad a una tradición que les pertenece y las hermana a las dos. La Iglesia y la Patria: dos magnitudes, dos almas que sólo pueden subsistir y fructificar en la medida en que son fieles, cada una a su tradición.
La Iglesia, fundada en la Palabra, el Dolor y el Espíritu de Cristo, sabe que no puede enseñar sino lo que Cristo le confió, ni dar vida sino abrazándose a su Cruz, ni gobernar sino sirviendo como El sirvió.
También la Patria ha de leer constantemente su itinerario histórico en las actas de fundación, pero principalmente en las lucha de su pueblo por lograr mejores días para que sus hijos e hijas vivan en dignidad.
Cuando una nación que es patria busca su sendero fuera de su tradición, su apostasía deriva fatalmente en anarquía y disolución.
De aquí fluye, con imperativa claridad, nuestra más urgente tarea: reencontrar el consenso que favorezca el desarrollo social que garantice mejores condiciones para su población; y más que eso consolidar la comunión en aquellos valores espirituales que crearon la patria en su origen. La historia demuestra –y seguirá demostrando- que sólo en esta fidelidad es fecunda la esperanza. Por eso los pueblos que se desprenden de su tradición y por manía imitativa, violencia impositiva o imperdonable negligencia o apatía – toleran- que se les arrebate el alma, pierden, junto con su fisonomía espiritual, su consistencia moral y finalmente su independencia ideológica, económica y política.
Pero Panamá tiene su alma. Por eso estamos en esta hora de acción de gracias por una herencia que nos enaltece, y nos estremece también la esperanza. Panamá quiere seguir siendo Panamá.