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El corazón que no quería morir

Hermano Pablo | Reverendo

Todo comenzó con un suicidio. Como en todo caso de suicidio, aunque se había notado cierta melancolía en el joven, su muerte fue una sorpresa. No se dio a conocer su nombre, ni siquiera en Suiza, donde ocurrió. El joven tenía veinticuatro años de edad.

Casi al mismo tiempo, otro hombre, de cuarenta y siete años de edad y enfermo del corazón, necesitaba con urgencia un trasplante. La familia del joven dio permiso para remover su corazón y trasplantarlo al enfermo. Pero éste, aunque el corazón seguía latiendo, también murió.

Entonces trasplantaron el mismo corazón a otro hombre, de 58 años de edad, y éste, también por razones ajenas al trasplante, sucumbió. El corazón del joven Suizo finalmente fue a parar en un cuarto paciente, un joven de veintidós años.

Por fin el corazón del joven suicida halló domicilio permanente. Después de un año del tercer trasplante, seguía latiendo normalmente.

Si hay algo que es extraordinario, es la ciencia de los trasplantes de corazón. Un trasplante a tiempo, si no hay otros elementos negativos que intervengan, prolonga la vida del enfermo cardiaco permitiéndole llevar una vida casi normal.

¿Qué diría este corazón extraordinario si pudiera hablar? Ha latido dentro de cuatro hombres. Atribuyéndole al corazón, simbólicamente, las emociones que embargan al hombre, este corazón se habrá enterado de todos los pensamientos, sentimientos, ansiedades y alegrías de cada uno de esos hombres.

El apóstol Pablo dijo algo interesante: «¿Quién conoce los pensamientos del ser humano sino su propio espíritu que está en él?» (1 Corintios 2: 11). Es decir, ¿quién nos conoce mejor que nuestro propio corazón?

Nosotros podremos aparentar ser lo que no somos y fingir lo que no sentimos. Pero nuestro corazón no admite el engaño, pues sabe cuáles son nuestros sentimientos y cuál es la verdadera calidad de nuestra alma.

Jesucristo pronunció las palabras que todos necesitamos oír: «Dichosos los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios.

Permitamos que Cristo entre a nuestra vida. Basta con que le supliquemos, de todo corazón, que sea nuestro Señor y Dueño.



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